En la salida de Nahuizalco, camino de Salcoatitán (Sonsonate), en el lugar llamado “Teshical”, hay una piedra cuadrada antigua que se llama “Tecuantet” (que come), porque dicen que come a la gente, y por eso le ponen flores, para calmar la ira de de la piedra, atrayendo su gracia y su benevolencia.
Los indígenas dicen que oyen voces dentro de la piedra, y aseguran que la piedra es viva. Lo que más come es a los niños, ya muchos han desaparecido, las autoridades han querido quitar la piedra, pero los naturales se oponen porque dicen “que puede sobrevenir un castigo al pueblo”, pues cuando lo han intentado “oyen como que la piedra suspira”.
El pueblo entero es guardián de este altar, en donde dos veces por semana se llega a renovar la tradición, y…
¡ Y ay del que toque o profane a la “Piedra Tecuantét” !.
Los indígenas adoran con ritos especiales a la piedra, los días lunes y jueves, por ser los días que más transitan por allí. Los hombres llevan lanzas de madera o las herramientas de labranza, blanden los machetes en alto y estallan en gritería pávida, terrible.
Este ritual es como el grito rojo de color de las batallas de la raza, es como la reminiscencia de las leyendas que ha desteñido el tiempo, y que el recurdo trae como el aletazo puetrero de las cosas que ya se van…
En el ritual hacen una danza al pie de la colina hasta donde llegan los peregrinos con las manos tendidas y las frentes polvorosas en busca de la oración que salva y de las hierbas milagrosas que auyentan al espirítu maligno del cuerpo de los poseídos. Al depositar las flores, los diferentes grupos recitan esta oración
“Niantihuitzel, guantitehuicat ini mushúshit, palsintému mu cuálan tipánut ganigán. Mashi netzmuli, tecchin, ashcan niahuagan, tinaca guan Tutécu”.
TRADUCCIÓN:”Aquí venimos y traemos éstas flores para que rebaje tu cólera cuando pasemos por aquí. No me asustés piedrita ahora ya me voy aquí te quedás con Dios”.
Un silencio expectante flota en derredor.
Las palmeras cabeceando en oración, hacen llorar sus flecos matizando aquel ritual.
Y todos los luenes y jueves, los indios peregrinos, tremantes de emoción, naufragan en le paroxismo de aquella superstición más fuerte que el tiempo y que la «evolución».
Viendo y oyendo el ritual se siente el alma encendida, solicitada y estremecida por el doble atavismo, por dos sentimientos encontrados, el que acoge y que rechaza, el que punzante se hunde hasta confundirse en nosotros y el que ve sin interés, sólo por ver.
Es el sedimento que hay en nosotros de lo indígena y lo hispano.
Y en los indígenas es el ancestro que palpita reviviendo este pávido fervor ante el santuario de la “Piedra Tecuantét”, la superstición indígena cuyo abrazo estrangula a los naturales del pueblo de Nahuizalco; ante la piedra que suspira amenazas, que tiembla de misterios y acechanzas y que abre la boca para tragarse a los niños. Y si alguien se descuida, la piedra despierta su cólera y entonces…
brama, llora, suspira y se emborracha con la sangre de sus victímas. Otras veces jadea en sofocos, y allá adentro se oye el grito de la víctima atrapada, mordida, devorada.
Allí he presenciado esas maceraciones en los altos cerros, cerca de la cueva donde abría sus heridas de ofrenda el indígena idólatra.
Y ahora mientras revientan los nopales de flores rojas, mientras sangran las pascuas y se vuelven locas las esquilas del mediodía, los peregrinos suben por el camino hasta el cerro, con los brazos llenos de flores amarillas de cacauhquí y sempoalxúchit, mientras los ciegos sostienen diálogos frente a las estaciones de las nubes y de eternidad y allá lejos, alguna nota perdida de canción nostálgica vuela entre los árboles centenarios y las chozas humildes.